Definámonos como cineastas. ¿Cuáles son nuestros propósitos? ¿A qué aspiramos con el ejercicio de la profesión? ¿Con qué soñamos? ¿Cuál esperamos que sea la incidencia de nuestra obra en nuestro público y, por tanto, en nuestro contexto social? En resumen, ¿qué es el cine para nosotros?
Innumerables y diversas respuestas podríamos proporcionarnos. Para muchos, será puro divertimento lingüístico, como vía de escape de las tribulaciones de la vida cotidiana; para unos será un instrumento de conocimiento y transformación de la sociedad o, al menos, la elaboración de un testimonio «imparcial» del acontecer histórico; para otros será la plasmación de una utopía, y para el resto —sobre todo entre los documentalistas genuinos— constituirá una saga antropológica o sociológica que contribuya a enriquecer el acervo científico y cultural.
¿Tendríamos entonces que privilegiar alguna tendencia? Seguramente no. Entre todas se conforma el abanico de las diversas inclinaciones que coexisten en el seno de las sociedades contemporáneas, y cada una de ellas llenará aquellos vacíos y espacios legitimados en las específicas conductas de los grupos humanos que conviven en una misma dinámica sociocultural.
¿Esta flexibilidad significa amparar y complacernos con la irresponsabilidad, el canto a la violencia, el aplauso a la corrupción o el abandono al nihilismo? Seguramente no. Hagamos un poco de historia.
El siglo XX: ¿El fin del humanismo en el arte?
Como resultado del fracaso del enciclopedismo y sus programas redentores —los cuales tuvieron terribles consecuencias primero en la Europa napoleónica y después en la carnicería global del siglo XX—, el arte del siglo pasado optó por desarraigarse de la anterior y vital relación público-autor y se consagró a la expresión del yo autoral en términos nunca antes enunciados, y, de hecho, de manera radical se legitimó la profesión artística como vía de la apoteosis de una personalidad inequívoca, o sea, la del autor. El iluminismo, con el tan evidente fracaso de su espíritu utópico y progresista, dejó el paso libre a una corriente de diversos ismos de entreguerras que negaban, muy justamente, las falsas aseveraciones eudemónicas o de consecución de la felicidad que divulgaba el arte de los regímenes totalitarios, tanto en el occidente mercantilizado como en el pseudosocialismo europeo.
Agobiado con las banales apuestas de redención, el artista optó por encerrarse en sí mismo para no comprometerse con los inoperantes proyectos que se articulaban en las esferas de las superestructuras políticas.
El fracaso de las vanguardias y su máxima expresión en la teoría posmoderna
Todo lo anterior, unido a diversos factores tecnológicos y macrosociales, procuró el espejismo de que el arte debía escapar definitivamente tanto de las etiquetas epónimas —llámense estalinismo, hollywoodismo o fundamentalismos religiosos—, así como también del espíritu kantiano que preconizaba el cumplimiento del deber. Y todo ello dio espacio a la aparición de la corriente posmoderna, que no tomaba en consideración que el noventa por ciento de la humanidad aún transitaba torpemente por los derroteros de una modernidad que no podía verse cumplimentada como resultado de la indigencia de recursos y el subdesarrollo económico y cultural.
Si tomamos en consideración que el espacio de la posmodernidad refiere a una transición que tiene como escenario el pequeño grupo de países que cuenta con una tecnología desarrollada —sin que uniformemente se “beneficien” de ello—, en el Tercer Mundo algo muy diferente ocurre, ya que son conglomerados humanos aún en etapa preindustrial, y por ello, tanto en lo social como en lo económico y lo cultural, no viven en carne propia la lógica evolución, en mentes y conductas, de esta nueva trama sociotecnológica.
¿Significaba, entonces, el acogernos a los códigos posmodernos una nueva modalidad de alienación cultural, al ubicarnos artificialmente dentro de esquemas que no correspondían con nuestro desarrollo económico y social contextual, dado que la era posindustrial no ha ocurrido —o nunca ocurrirá— para nosotros?
Si ello es así, ¿tendríamos que negar toda una cultura-espejo de Europa y Norteamérica, desarrollada en nuestros contextos (expresionismo, surrealismo, abstraccionismo, etcétera), y cuyas corrientes culturales, no surgidas en nuestros territorios, son el resultado de tensiones sociopolíticas-espirituales que no nos han concernido?
Pero lo cierto es que contamos con diversos equipos y programas digitales que son las herramientas de expresión de nuestras particulares cosmogonías. ¿Es que se puede extrapolar el carácter de nuestro instrumental técnico a determinadas respuestas ético-estéticas?
Quizás la respuesta a una corriente de unidad y legitimidad dentro de una concepción universalista estaría, en el caso del cine, en la existencia de opciones culturales casi tercermundistas en la periferia de las propias sociedades posindustriales y hegemónicas. El llamado cine independiente, alternativo, contracorriente o no oficial, con sus apuestas temáticas y sus correspondientes resultados formales, a menudo mucho tiene que ver con lo ejecutado en el marco de la espiritualidad del mundo subdesarrollado, y cuyas experiencias afortunadamente se encuentran apartadas de la teoría y las prácticas posmodernas, cuya apología de lo irónico, de los sarcástico y su negativa al metarrelato, a la emisión de proyectos, utopías o mensajes, ha tenido hasta el momento la triste virtud de avalar el solipsismo y misantropismo como “inteligentes” carnets de presentación de toda una generación de cineastas tanto en Europa, en Norteamérica, así como también en los países del mundo subdesarrollado.
Se diría que, para la mediática oficialista, el más aventajado autor hoy día es aquel que describe con más exactitud la contingencia de la derrota del hombre, asfixiado con tanta telaraña de ideologías y falacias eudemónicas.
Ya no se trata de desfigurar el lenguaje, como ocurrió con la nueva novela francesa de finales de los años cincuenta, ni tampoco de la grotesca sublimación de los objetos mediáticos de ese mismo período, que eran tendencias catastróficas, pero que daban espacio a la redención, sino de negar al hombre la posibilidad luchar por plasmar una vida mejor basándose en la decepción, la derrota y la impotencia.
Pero, a mi modo de ver, no todo ha sido negativo.
Es cierto que se ha revitalizado la tendencia a escapar de las “reglas de oro”, del supuesto buen proceder artístico, al derrumbar las barreras entre los géneros, como también ha sido positivo el devolverle a la comedia la inteligencia, después de tanto desperdicio populista.
A pesar de ello, el saldo posmoderno no se salva de nuestra desconfiada mirada, así como no se podría salvar de nuestro agnóstico juicio una vuelta al iluminismo fundacional de la modernidad, a propósito de querer relegitimar sus inocuos fundamentalismos ideológicos y religiosos.
Pero el humanismo inexorablemente regresa, quizás como una visceral necesidad ante tanto panfleto de la despersonalización y la desideologización, de tanto neocosmopolitismo tan afín a la idea de un mundo de la globalización en la era posmoderna.
El siglo XXI: El retorno a la humanística en el arte
Por doquier asistimos a una renovación de la utopía humanística, sobre todo en los inicios de este nuevo milenio. Ello, más que nada, está ocurriendo en la cinematografía. Este arte del siglo XX, tan determinado por su carácter industrial, o en todo caso por los inmensos recursos que exigía y exige aún hoy —a diferencia de las demás artes—, no pudo o no quiso, salvando la excepción del expresionismo alemán y de ciertos inquietantes ejemplos de desarticulación lingüística en la nouvelle vague o en la escuela de Praga, acceder a aquella enajenación de la audiencia que se imponía por doquier en el plano de la creación artística.
Un filme como Ocho y medio, de Fellini, u otro como El sacrificio, de Tarkovski, no significaron, tampoco, el abrazo a los postulados de la posmodernidad en el arte. En ambos filmes —y los cito porque considero que pertenecen a la cumbre de la iconoclasia cinematográfica en el pasado siglo— se respira legado, mensaje, proyecto y esperanzas, conceptos estos que repele la gestión posmoderna.
Y es básicamente el cine latinoamericano que se consolidó justo en el fragor libertario de la década de los sesenta del pasado siglo, donde la proeza de la renovación del lenguaje y el rechazo a las formas se expresan magníficamente en Dios y el diablo en la tierra del sol, de Glauber Rocha, sin que ello signifique el abandono a la utopía y sí la adopción de un espíritu de violencia conceptual y de mensaje nunca antes plasmado en una obra del continente suramericano, donde las experiencias del desaliento posindustrial no hacen mella.
Si algún mérito tiene el nuevo cine latinoamericano —respuesta a los intentos subculturales, pseudocosmopolitistas y folclóricos de las primeras décadas del siglo XX, sobre todo en México y en Argentina— es haber sabido conciliar vanguardia con compromiso histórico, rechazando tanto el recetario hollywoodense como el triunfalismo fundamentalista de las diversas gestiones de carácter omnímodo.
Esta renovación del humanismo, que tiene su más marcada expresión en el mundo del subdesarrollo, está vinculada inexorablemente hoy día a las nuevas tecnologías y a la eventual democratización de la profesión, expresada a través de la revolución que genera la digitalización y otras innovaciones que propiciarán, en el futuro próximo, una verdadera reubicación del actual panorama fílmico.
Esta democratización, como del vocablo se infiere, insertará en la profesión a cineastas provenientes de un origen social que en el pasado reciente no podían ni soñar con acceder a la cinematografía.
Todo ello propiciará una proliferación de ideas y de filmes de renovado carácter, donde la expresión poética que emane del mundo de los desposeídos propiciará una genuina y fecunda polémica con aquellos otros poetas del narcisismo y la melancólica autodestrucción, que tiene tan bellos ejemplos en la obra final de un Luchino Visconti.
Entonces, el cine habrá llegado a su madurez de exposición y a su más auténtica capacidad de progresión, y habrá surgido inesperadamente para la antes elitista profesión, la estética, la ética y la poética del cine de las mayorías.