Crítica de 20 000 especies de abejas, de Estibaliz Urresola Solaguren
Cada ser humano es una especie única, y se halla en el extremo de su propia jerarquía taxonómica, que le asigna un género, una familia, un orden, una clase, una división, un reino y un dominio inigualables, auténticos, diferentes.
El reconocimiento de esta singularidad dentro de los conjuntos biológicos y sociales que persisten en hacer militar a las personas en sus filas homogéneas, y hacerlas comulgar con sus credos dogmáticos, implica la sublimación de la condición humana, vista esta como voluntad, autoconsciencia, autopercepción y autoconstrucción.
La brega por legitimar el yo único e irrepetible sobre el grupo indiferenciable puede comenzar desde los mismos inicios de la vida. El desafío a los condicionamientos sociales biologicistas, a favor de la identidad cultural plena, puede estallar en las edades más tempranas, convirtiendo a los sujetos en disrupciones muy polémicas en los flujos normalizados del mundo, incluso en los ya definidos y aceptados (tolerados) como alternativos u otredades.
Un niño o niña transexual, como quien protagoniza la película española 20 000 especies de abejas (2023), ópera prima de la directora Estibaliz Urresola Solaguren (Cuerdas, Polvo somos), es un punto de tensión y polémica del cual muchos prefieren sencillamente apartar la vista. Provoca atrincheramientos extremos, desata dilemas éticos, pedagógicos y psicológicos. Escandaliza, aturde incluso.
Para adentrarse en este territorio, tan frágil como el humo, la cineasta vasca (también guionista de la cinta) busca construir el profundo, tierno y afiligranado retrato de Lucía, que le valió a la debutante actriz Sofía Otero Labrador, de nueve años, el Oso de Plata a la mejor interpretación protagónica en el 73 Festival de Cine de Berlín. El filme fue también nominado al Oso de Oro, pero perdió ante la francesa En el Adamant (Sur l´Adamant, Nicolas Pilibert, 2023), aunque triunfó en el 26 Festival de Málaga, donde mereció el Biznaga de Oro a la mejor película y el premio a la mejor actriz de reparto para Patricia López Arnaiz, quien encarna a la escultora Ane, madre de Lucía.
Lucía nació bajo el nombre de Aitor, y se encuentra en el epicentro de la disforia de género que padece por la cada vez más aguda disonancia entre su sexo biológico —y la condición de género que la sociedad la asigna en correspondencia— y su cada vez más consolidada identidad de género. La consciencia nítida de su singularidad como especie única e irrepetible remueve su vida con violencia cada vez mayor, en contraste con el apacible y estival paraje en el que transcurre principalmente el relato.
La calma ruralidad del espacio favorece el diálogo de la niña con el mundo, con la naturaleza, siempre asumida como un ente proteico, dinámico, inclusivo, nunca como un rígido y reaccionario determinismo. En la naturaleza que acoge a Lucía como retiro óptimo para que suceda su florecimiento, reina el movimiento, el cambio, la evolución. Es un espacio fértil para que germinen las almas, para que vuelen las abejas, creen miel y fecunden las flores. Es un crisol en el que opera la alquimia ignota de la vida, y en su seno se licúan los moldes, los cánones y las percepciones conservadoras. Nacen nuevas formas, maneras y especies.
Durante este complejo y sutil proceso, Lucía también sirve de catalizador para que su familia transmute a la par de ella: su madre Ane, que hace esculturas con la dúctil cera de las abejas, su abuela Lita (Itziar Lazkano) y su tía Lourdes (Ana Gabarain), la apicultora, la sanadora, la bruja misteriosa que asiste a la niña en su camino hacia sí misma, hacia su yo definitivo, hacia la maduración de su especie irrepetible.
20 000 especies de abeja es una bildungsroman que desde una profunda voluntad empática —pero nunca panfletaria—, convida a entender a su personaje protagónico antes que juzgarlo, o intentar estudiarlo como un espécimen fijado con un alfiler en un insectario, donde permanecerá momificado para siempre, invariable en su forma, inútiles sus alas. Lucía huye de los espacios cerrados, de los esquemas preconcebidos, para encontrar su identidad única, para expandir el árbol del mundo, para trazar una nueva bifurcación en el sendero de la humanidad.