PREMIO LUCÍA DE HONOR 2024
Imposible resulta verificar alguna selección mínimamente seria de los mejores directores de fotografía cubanos y que no figure, entre los cinco primeros, Livio Delgado, cuya amplia filmografía, en más de cincuenta años de labor, abarca trabajos en la ficción y en el documental, y en ambas modalidades estableció, de común acuerdo con los directores, una impenitente búsqueda de la belleza a través de la luz. Livio contactó con el séptimo arte a partir del cine club de la Universidad de La Habana, donde asistió a los cursos que impartía el crítico José Manuel Valdés Rodríguez. Comenzó a trabajar en el ICAIC en 1961 como asistente de cámara, y al año siguiente ya era camarógrafo de pequeños trabajos como Granjas del pueblo, Petróleo, Henificación y ensilaje e Inseminación artificial, en los cuales parecía imposible que desplegara su sentido estético, pero al menos le permitieron conocer las claves fundamentales del oficio, y descubrir, poco a poco, las virtudes y rigores de la luz de Cuba.
Las calculadas composiciones y el preciosista empleo de la luz natural, a lo Livio Delgado, se pone de manifiesto en la etapa de los cortos documentales fotografiados para Nicolás Guillén Landrián, una etapa en la cual se fija un estilo singular, contemplativo, con personajes que miran directamente a la cámara, o son captados en un momento especial de su cotidianidad. La fecunda asociación entre Livio y Landrián, uno de los conjuntos realizador-fotógrafo más fructíferos del cine cubano, se instauró con En un barrio viejo (1963), y alcanzó el cenit en la trilogía del Toa (1965) que incluye esa joya del cine antropológico cubano llamada Ociel del Toa, además de Reportaje y Retornar a Baracoa. Nunca el paisaje rural cubano se había cargado de tanto sentido existencialista, y el realizador, junto con su fotógrafo, descubrieron, entre mil otros hallazgos, los rostros apacibles del cubano humilde y natural, amén de la belleza inenarrable del paisaje, de las aguas del río irisadas por el impacto del sol.
A esta primera etapa corresponden otros excelentes trabajos documentales, que afianzan la creciente profesionalidad de Livio Delgado y su inclinación a crear imágenes polisémicas, imantadas de los principales sentidos que el filme proponía. Así se percibe en dos magistrales obras de Oscar Valdés: Vaqueros del Cauto (1965) y Escenas de los muelles (1970), a las cuales se les atribuye un cierto formalismo expresionista y sofisticado, típico de la ficción y distante de la usual estética del documental, porque su estilo fotográfico combinaba los recursos de la cámara inquieta, que sigue el movimiento de los personajes con encuadres y composiciones muy calculadas. Además de estas obras maestras, Livio alimentó su experiencia en otros documentales, de las más diversas temáticas: David (1967), Un retablo para Romeo y Julieta (1971), No tenemos derecho a esperar (1972) y Miriam Makeba (1973).
En 1974 no solo hace la foto de los documentales Soledad Bravo y Simparelé, sino también del largo de ficción El otro Francisco. Luego, su carrera continúa indetenible a lo largo de Sonia Silvestre (1975), Joan Manuel Serrat (1976), La rumba (1978), Una y otra vez (1982) y No es tiempo de cigüeñas (1987), por solo mencionar los documentales más destacados en veinte años. Livio comprendió como pocos la intensidad de la luz natural, la belleza de Daisy Granados, entendida tal vez cual icono de cubanía, y la policromía de la contemporaneidad en Retrato de Teresa (1979), de Pastor Vega, y volvería a ser cómplice de Pastor y Daisy en Habanera (1983), una película medio incomprendida en su momento, pero que portaba, al menos, un tour de force para la protagonista absoluta y para el director de fotografía ocupado en definir sus perfiles.
Otras dos obras maestras serían «pintadas» por Livio Delgado de la mano de su amigo Humberto Solás, quien se valió de la mirada prodigiosa del fotógrafo para ilustrar imágenes barrocas y expresionistas, de fuerte referencialidad pictórica y arquitectónica en Cecilia (1982). Sin embargo, el Livio historicista tampoco se queda en el retrato afiligranado de la época colonial, y continúa con la etapa republicana en un registro más neoclásico, menos crispado y colosal, en Amada (1983) y Un hombre de éxito (1985), más dirigidas al detalle, al plano cerrado, a los interiores que permiten un exquisito manejo de las fuentes de luz.
Absolutamente dueño ya de un estilo, modulado por los requirimientos estéticos y conceptuales de Humberto Solás, Livio Delgado diseñó las imágenes de El siglo de las luces (1992), el filme que lo coloca en la categoría de directores de fotografía equivalentes a los pintores, alguien capaz de construir lienzos en movimiento a partir de dominar los rigores de la luz, y su eterno contraste con las sombras. Debe recordarse que su colaboración con Solás, una de las más estables y productivas del cine latinoamericano en los años ochenta, estuvo flanqueada por su participación en películas de otros directores como El corazón sobre la tierra, la también muy atractiva y eficaz, fotográficamente hablando, Una novia para David, la coproducción con Venezuela Profundo (1986), Amor en campo minado (1987), y más tarde trató de regresar a su época de mayor gloria con la superproducción histórica Roble de olor (2002), dirigida por Rigoberto López. Luego, trabajó como profesor en la Facultad de Arte de los Medios de Comunicación Audiovisuales (FAMCA) y en la Escuela Internacional de Cine y Televisión (EICTV) de San Antonio de los Baños.