«La mujer salvaje»: «Carpe diem» tropical de una tal Yolanda

PREMIO LUCÍA AL MEJOR LARGOMETRAJE DE FICCIÓN

¿No vas a escribir sobre La mujer salvaje? Dudé. Es una película pesadilla, capaz de amargarle el día a cualquiera. Muy dura. Muy de ahora.  Es Cuba ahora. Espejo de la mugre mental y material de nuestros días. Por eso es difícil separar la estética de la película de su contenido. Todos los mecanismos de representación fílmicos afectan cognitivamente nuestra lectura del hecho artístico y nos ponen de cara al eterno problema entre la materia y su expresión. El más breve sondeo de La mujer salvaje revelaría que Alan González, al concebir este escabroso mural de la Cuba contemporánea, tiene que haberse enfrentado al mismo desafío ético que supuso Accatone para Passolini, Las noches de Cabiria para Fellini, La vendedora de rosas para Víctor Gaviria o La hora de la estrella para Suzana Amaral.

Escape de un largo día hacia la noche

El primer largometraje de Alan González nos lanza contra Yolanda, una habanera de treinta y pocos años que busca a su hijo adolescente para escapar de un problema agudo. En ese proceso debe restaurar la comunicación afectiva con el jovencito, sin ceder a las adversidades, tensiones y renuncias que la vida esgrime contra ella. El filme va directo a la experiencia emocional del espectador, se abandona a una poiesis epatante donde el entretenimiento pasa a un segundo plano para enfocarse en el proceso de intercambio analítico y consciente con su destinatario. Bajo estos aires de cine transparente, La mujer salvaje carece de subterfugios discursivos. Puede ser metafórica y abismal, pero sin dejar de ser directa. La película se apoya en diálogos sencillos, cortantes, escuetos. En una frase breve, Yolanda expresa tal vez no lo que espetaría meditada y calmadamente tomándose un café, pero sí lo que siente en ese momento indomeñable en el que se intuye retada, amenazada o vulnerable.

En términos de estilo, la composición fotográfica opta por encuadres sencillos acomodados a la trama o a la intencionalidad de la escena. Se persigue una imagen representacional y realista, como si el free cinema viniera a limar la grandilocuencia emotiva del neorrealismo. El filme maneja una repostulación intertextual del cinema verité, con profusión de planos dorsales que, recostados a la espalda de Yolanda, acompañan su sobresaltado deambular.

El invaluable don de la sutileza es cualidad del joven cineasta. Sutileza que se extiende a la utilización espectacular del sonido para construir referencias y completar la información ambiental, ya sea mediante ladridos, llantos de bebé, pregoneros, gruñidos de cerdos, etcétera, o parlamentos de vecinos que voz en off se dirigen a Yolanda o interactúan a expensas de ella fuera de campo.

Por otra parte, se siente el pulso controlado de un director de ajustada batuta: sabe qué temperatura darle a una imagen alusiva, a un encuadre insinuador o explicativo, a una expresión facial que se suspende o se contrae para hacerse más incisiva. Aquí la dirección de actores ha sido astuta. La inconfundible Lola Amores responde desbordando todo su potencial y matizando su performance con una mesura íntima que convierte la chusmería de su personaje en un rasgo del carácter y no en un procedimiento interpretativo.

La estructura lineal y cronológica de la historia, así como la construcción minuciosa de una banda sonora tan austera como polisémica, es propia de un cine que apuesta sobre todo por la verosimilitud. Desde la primera escena, el plano secuencia y la elipsis se convierten en aliados de esta ficción ultrarrealista, basada en las penurias de un país impróspero y atormentado por la incertidumbre, la espera inútil y la falta de fe. Yolanda está en la fiesta, bailando desbocada, contoneándose a su aire. Momentos después la vemos caminar por un hierbazal, con la blusa manchada de sangre y un brazo en escayola.  Aquí empieza el verdadero periplo de la protagonista, lo que ocurre en el transcurso de su día, desde que amanece hasta que cae la noche sobre esta Cloe caribeña, pobre y desgreñada.

El problema de la elipsis

La elipsis narrativa en el cine clásico y convencional ha tenido la misión de eliminar tiempos muertos y generar ciertos patrones para acomodar el ritmo dramático. Por el contrario, en una película de prestigio posmoderno como Reservoir Dogs se usa para evadir el recuento de algo que se ha visto demasiado en pantalla, en ese caso, el asalto a la joyería.

En el cine de mujeres[1], la cosa trepidante y rocambolesca es elidida casi siempre, porque no interesa asumir la típica narración adaptada a la psicología masculina de la confrontación, la lucha y el testimonio lúdicro y violento del combate, sustento del cine de acción. Bajo ese mismo principio operativo, en La mujer salvaje se esgrime la elipsis, o más propiamente la paralipsis, justo para sustraer de la diégesis el detonante del conflicto. Este proceder genera misterio y se convierte casi hasta el minuto de su develamiento en un poderoso enigma que mantiene al espectador en vilo, a merced de un narrador extradiegético con focalización interna. Es decir, aunque la narración principal es omnisciente, la perspectiva que asume la cámara corresponde a la trayectoria de Yolanda y finge saber incluso menos que la protagonista. Por eso el hecho desencadenante será reconstruible a partir de porciones de diverso quilate. Por ejemplo, el plano de la cama ensangrentada, la audición parcial de un video que ve Yolanda, su propio brazo lastimado, comentarios de otros actores: «¿El muchacho está vivo?», etcétera.

El narratario virtual de los filmes de Alan González es el sujeto femenino, que no necesita presenciar la acrobacia del machetazo, la sangre fluyendo, el aquelarre y la gritería. Su cine no es venático, sino orgánico. No rebota en la superficie, sino que hurga carne adentro.

La puesta en escena ensaya un simulacro de improvisación, de anécdota sorpresiva, que comulga con la depauperación del entorno, la falta de pavimentación y el laberinto como subproducto de la arquitectura marginal doméstica que marca la arrancada en la ruta de Yolanda. La aparente naturalidad del contexto disimula una argumentada dirección de arte que ha sido escrupulosa desde la selección de las locaciones hasta la decoración y ambientación de los espacios. Hay que aplaudir la congruencia entre el diseño visual del filme y la intencionalidad de su desciframiento. Hasta la basura que se ve y el mal olor que se barrunta se transforman en una experiencia sinestésica que nos suspende la respiración en la medida en que la imagen penetra el subconsciente.

Las razones del cuerpo

El momento más discutible de La mujer salvaje ocurre cuando Yolanda va a ver a su marido Raúl. Aquí hay razones estrictamente narrativas, pues la escena explica cómo es su relación. Ella siente aversión por él. Asimismo, le entrega una cadena, a modo de ruptura simbólica que él ni sospecha. Pero hay una razón no dramática para esa visita —especulo yo—, y es que esa secuencia contiene y define el enunciado supratextual del filme. Yolanda experimenta la necesidad de confrontar el ecosistema machista dentro del cual viven ambos. Allí también Raúl la usa para calmar su apetito sexual, por encima de cualquier otra necesidad lógica, dadas las circunstancias. Con lo cual Yolanda reafirma la urgencia de asumir inmediatamente el control de su vida mediante el abandono territorial del dominio masculino, aprovechando que Raúl ahora es un prófugo y que su obligada reclusión le ofrece a ella esa oportunidad.

Antes de agotar esa hipótesis, quiero recordar aquí lo que —en otro contexto— he llamado «la expansión polifuncional del cuerpo femenino en el cine de mujeres», y que se refiere a la manera en que las directoras de cine repostulan los atributos del cuerpo femenino, sus funciones, agresiones y pactos.

Tres cuerpos invadidos

El ejemplo más conocido quizás sea Jeanne Dielman, 23 Quai du Commerce, 1080 Bruxelles (Chantal Akerman, 1975). La cineasta genera aquí una relectura del placer femenino a través de la conexión entre el orgasmo que Jeanne experimenta por primera vez y la urgencia de borrar esa sensación del cuerpo a través de la eliminación de quien la produjo. No estoy diciendo que el crimen genere placer, sino que el placer ha sido tan inesperado como estrepitoso. Jean no va a ser la misma después de descubrir ese regalo de plenitud y deleite donde solo concebía una transacción económica. Jeanne ha quedado devastada y no alcanza a rebasarlo.

Tengo dos ejemplos más a mano. En primer lugar, Not Wanted, la película dirigida por Ida Lupino en 1949 sobre Sally, una jovencita embarazada de un pianista fracasado e irresponsable. Sally permanece en una institución para madres solteras hasta el momento del parto. En la escena de la clínica se inserta un fragmento documental de una cesárea completa. El impacto visual del procedimiento quirúrgico no puede desligarse del contexto narrativo, dado que es el cuerpo de Sally el que recibe la acción en términos diegéticos. Su vientre es cortado y sus entrañas son expuestas. Ese momento es impresionante por su doble efecto de distanciamiento y de sacudida emocional. Finalmente, Sally decide dar a su hijo en adopción.

En segundo lugar, y desde otra perspectiva sobre el cuerpo femenino, la actriz y realizadora Kinuyo Tanaka dirige Los pechos eternos en 1955. Fumiko, empantanada en un matrimonio desafortunado, ha sufrido una mastectomía como consecuencia de un cáncer de pecho. Sin embargo, ello no impide la expresión de su deseo sexual que se reactiva, una vez divorciada, a partir de la relación íntima que establece con un joven periodista. La cámara deja observar el instante en que el área de los senos es esterilizada para proceder a su extirpación, así como la parafernalia quirúrgica con la cual será mutilado el cuerpo e incluso, sesgadamente, el momento de la sutura. 

En los tres casos el cuerpo de la mujer es intervenido por una fuerza externa a la que ella se somete voluntariamente. De suerte que, a posteriori, se altera su forma de estar en el mundo, y en su discurrir como personaje implica una acción que solo ella controla, domina y decide.

No toda resiliencia empodera

La expansión polifuncional del cuerpo femenino en La mujer salvaje se registra en varios momentos. Cuando Yolanda baila soltando las caderas a su antojo, enfilada a saciar su deseo por el percusionista, y cuando utiliza su vulva como herramienta de amañamiento para urdir una evasión que habrá de ser definitiva.

Alan González deja en una sugerencia diferida la escena entre Yolanda y Ulises. Y luego condena la escena entre Yolanda y Raúl al encuadre cerrado, registro de un impulso instintivo unilateral, una violación de facto, oscura, sucia, rudimentaria, donde el rostro asqueado de Yolanda se yuxtapone a la cabeza sudorosa y al jadeo embrutecido de Raúl. Este momento concentra la máxima supuración del machismo denunciado en toda la película.

Pero sería un error pensar que la cinta se limita o se apoya en ese tema más allá de una causalidad teórica, asumida a consciencia por el autor. El machismo y el carácter patriarcal son solo el uniforme o la casaca ajustados a una sociedad demacrada y empobrecida, diezmada por la emigración, adoctrinada de estoicismo hasta sus cimientos y sepultada bajo consignas impracticables. Yolanda proviene de un mundo adyacente donde la indigencia mental es un subproducto de la supervivencia, derivado de una miseria material secular.

No es lo que mira, sino lo que ve

Alan González, de momento, hace un cine sobre mujeres o centrado en ellas, tendente a enriquecer la representación de las experiencias y perspectivas de las mujeres en la pantalla, así como a desafiar los estereotipos de género y diversificar las voces[2]. De ahí que en su obra se localicen credenciales justificativas de un cine propio de la female gaze o mirada femenina. Y no empecemos a patinar ahora tratando de cuestionar si existe o no una mirada femenina, porque si me presionan un poco voy a decir categóricamente que sí.

Ahora bien, su discurso trasciende el término «cine de mujeres», relacionado con un conjunto de estrategias de escritura, puesta en escena y narración que arrojan una estética privilegiada por el punto de vista femenino. La obra de Alan González, a través de su fuerte impronta creativa y agudo sentido humanista, explora temas relacionados con la experiencia femenina, pero acepta confrontar todo tipo de público, porque no mira desde el género, sino desde la metafísica universal del ser. Su ética no está en lo que mira, sino en cómo lo hace y en lo que logra ver.

Con todas y para el bien de todas

Diseñada como una antiheroína perfecta, Yolanda no es un estereotipo, sino un modelo invisibilizado, perdido en la negatividad de los traumas cotidianos. Nadie quisiera parecerse a ella, ni a su casa, ni a su pareja, ni a sus hábitos. Solo una cosa la salva, el amor que siente y demuestra por su hijo. Eso basta para su emancipación como personaje desafortunado, siempre rebelde, agresivo y verídicamente sucio.

Las antiheronías como Yolanda son bastante comunes en la filmografía de Alan. Imponen su agreste presencia desde su silencio, desde su introspección. Nunca nos dicen de manera explícita lo que verdaderamente sienten o cómo piensan o qué están a punto de hacer. Por eso tampoco sabemos hacia dónde se dirige Yolanda ni si ella se ha planteado un destino o si solo se trata de huir.

Más allá de ofrecer una visión más matizada y realista de la naturaleza humana, sin ser un sujeto psicológicamente complejo es una antiheroína, porque nadie espera que el modelo viva, se vista, actúe y se exprese del modo en que ella lo hace. Tampoco se espera de un estereotipo positivo que se conduzca de manera tan errática a causa de una mezcla de deseos personales, traumas pasados y conflictos internos. Su ambigüedad moral hace que el propio espectador se cuestione si no será preferible que su hijo se quede con la abuela.

Yolanda desafía más que las normas de género, conductas acuñadas sobre el sentido común. Vive y actúa conforme a una autonomía de alcance relativo y un empoderamiento falaz, porque tomar el control de su propia vida, y desafiar las expectativas sociales de lo que se espera de una mujer en su posición, es un programa limitado, un escenario cercado por la naturaleza misma del país donde habita, una isla cárcel, y carente de los medios económicos para procurarse una existencia próspera o emprender una emigración, a lo cual se añade el contexto del confinamiento por la pandemia del COVID-19, cuando las fronteras estuvieron cerradas por largo tiempo. Podrá salir de cierto locus machista, pero no puede evadir el patriarcado oficial.

Son escasas las figuras femeninas principales que en el cine cubano se atrevieron a romper el estereotipo socialmente aceptado para la mujer después de 1959. Quedan las propuestas de Sergio Giral con María Antonia, Pastor Vega con Las profecías de Amanda, Fernando Pérez con Madagascar y Humberto Solás con Barrio Cuba, este último a través de Magalys, quien primero se acuesta con el vecino en una noche de lamento y borrachera y luego accede a prostituirse con un extranjero. En resumen, todas ellas extraviaron el patrón de la revolucionaria, federada, miliciana y militante, obrera destacada, o la virtuosa madre consagrada al matrimonio, los hijos y el hogar. Después vinieron antiheroínas de mucho linaje, como las prostitutas de Ernesto Daranas y la serial killer de Jessica Rodríguez (Espejuelos oscuros, 2015).

Ocultar-revelar, he ahí la cuestión

El engranaje motivacional de las acciones en La mujer salvaje recae en el ocultamiento. El detonante del conflicto se le oculta al espectador. A Yolanda le ocultan donde está su hijo, su marido se oculta, la madre se oculta. Ella le oculta al marido que va a abandonarlo. La amiga se ha ocultado detrás de una cortina. El hijo se oculta en el cuarto cuando ella llega a buscarlo. Ocultar y revelar, he ahí la cuestión. Le revelan que existe un video, le revelan donde está su hijo. Tiene un dinero oculto, gracias a lo cual puede emprender la huida. Y al final Yolanda y Yonatan se ocultan de la pantalla, abandonan el plano y se van de la película ocultos en el fuera de campo.

En conclusión, al director no le ha bastado con desobedecer los principios de la representación heteronormativa y convencional. Ha «desaprovechado» la escena del despelote sexual entre Yolanda y Ulises, así como la bronca del macho en celo, y ha ofrecido, en cambio, la trashumancia de su protagonista, sus silenciosas desgarraduras y sus tiempos muertos. De este modo, Alan González ha escalado con artística destreza la empinadísima cuesta del rigor expresivo, la madurez narrativa y la perfecta conciliación entre contenido y continente para construir un auténtico alegato de cotidianidad revelada in situ, tan perturbador como inolvidable.

En el colmo de las rupturas, opta por un final diferido, completamente aplazado por un diálogo que se va en off. Queda un simulacro de esperanza, donde madre e hijo han moderado sus desavenencias. En el viacrucis de Yolanda hay traiciones, pero no crucifixión. Sin embargo, la cámara se paraliza sobre un charco de agua mugrienta sobre la que se desploma la noche. No sé qué pensarán de todo esto una rusa, una inglesa o el aya de la francesa. Pero para Yolanda, una valquiria cubana de a pie y de todos los días, la batalla campal comienza ahora.


[1] A diferencia del cine para mujeres, apoyado por una industria que lucra vendiendo fantasías románticas, el cine de mujeres expresa un conjunto de situaciones enfocadas en el sujeto femenino protagonista dentro de la narrativa fílmica. Al mismo tiempo ofrece una continua revocación de los estereotipos sexistas y del limitado espectro de roles y situaciones que se le ha permitido encarnar a la mujer en la pantalla.

[2] Alan González es el director de los cortometrajes La profesora de inglés (2015), El hormiguero (2017) y Los amantes (2018), así como del relato «La muchacha de los pájaros», dentro de la película coral Cuentos de un día más (2021).

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